PROCESO CONSTITUYENTE EN CHILE: el contrato social y la desigualdad
20 de Octubre, 2020
La destacada profesora de Economía Latinoamericana de la Universidad Tulane e investigadora en Brookings Institution, Centro para Desarrollo Global y el Diálogo Interamericano, expuso en el seminario virtual «Proceso Constituyente en Chile: el contrato social y la desigualdad», organizado por las facultades de Economía y Negocios y de Derecho de la Universidad de Chile, a través programa Lexen.
Lustig planteó que en los últimos 30 años la desigualdad se redujo prácticamente en todos los países de la región, pero que la tendencia no fue uniforme en este período pues durante los 90 y principios de los 2000 la desigualdad aumentó; entre 2002 y 2013 se redujo; y en algunos países a partir de 2014 comenzó a aumentar o dejó de disminuir. Enfatizó que entender las determinantes de este fenómeno puede ayudar a saber dónde poner el acento en el eventual fututo contrato social de Chile: «Una de las cosas cruciales en la caída de la desigualdad fue la caída en la brecha del ingreso laboral, principalmente asociada a que cayó la diferencia entre los salarios de gente con mayores niveles de educación y los con educación secundaria, en parte importante debido a la expansión de la educación en los 90, que llevó a que la composición en la fuerza de trabajo pusiera a los con menos calificación en términos relativamente más escasos».
Agregó que también incidió el aumento del salario mínimo, asociado a los gobiernos de izquierda en la región y las organizaciones sindicales. Y un proceso de gasto público a través de transferencias en efectivo para los más pobres, de 1990 en adelante.
Respecto de cómo se explica el descontento social y su virulencia comentó que el periodo de auge de la primera década de los 2000 (donde los ingresos crecían, la desigualdad bajaba, la pobreza disminuía y la clase media aumentaba), se generaron muchas expectativas. Pero con el fin de ese auge las expectativas empezaron a frustrarse porque muchos países no sólo se han estancado, sino que han caído en recesión y eso generó el descontento. Además, a pesar de que había caído la desigualdad en términos relativos, las diferencias absolutas de ingreso siempre continuaron al alza.
Pensando en un nuevo contrato social para el siglo XXI, Lustig relevó cinco dimensiones a considerar: proveer un mínimo grado de bienestar en múltiples dimensiones (ingresos salud, educación, seguridad, vivienda, etcétera); erradicar la discriminación y la exclusión social; garantizar la resiliencia de la clase media; evitar la excesiva concentración del ingreso y la riqueza en el tope (porque se crea captura del Estado); y fomentar la igualdad de oportunidades.
«Para mí no existe el dilema sobre si enfocarme en la desigualdad de ingresos o de oportunidades, porque para agenciarse de recursos para reducir la desigualdad de oportunidades probablemente sea necesario gravar más al tope y esto a su vez va a reducir la desigualdad de ingresos. Esto no quiere decir que no hay dilemas; muchas veces estos serán difíciles porque mejorar los niveles de vida de la población pobre puede significar reducir los recursos para resiliencia de las clases medias, y cómo resolverlos puede ser muy dependiendo del criterio que se aplique. Pero la desigualdad entendida en forma amplia (de oportunidades, en el acceso a derechos, en resultados de cómo se distribuye el ingreso, cultural, etcétera) debe ser foco central del proceso constituyente», afirmó.
Dante Contreras, académico de la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile e investigador del Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social (COES), sumó a las dimensiones de Lustig, una que a su juicio se tornará más clave de que usualmente es después de la pandemia: «El mercado del trabajo y los efectos de la automatización. Con un capital humano poco calificado, con bajas competencias en Chile y en la región, se ponen cuesta arriba reformas para hacerse cargo de esa masa de personas con competencias laborales precarias, a las que se hará difícil conseguir empleo y buen salario».
Cree que esta situación se pudo prever hace mucho tiempo, pero que hubo miopía por parte de la elite política, económica e intelectual para ver la urgencia de esas reformas y hacerlas en momentos de prosperidad y paz social, cuando había mayor legitimidad de las autoridades. Ahora hay que hacerlas en un contexto precario.
También se refirió al rol de las expectativas y percepciones: «No es lo mismo examinar a Chile y América Latina ahora que cuando eran sociedades mucho más pobres, donde el hecho de transitar a ingreso medio elevaba las aspiraciones. Eso genera una brecha difícil de salvar en el sentido de que si no se cumplen los mecanismos por los cuales se pueden satisfacer esas expectativas (como la educación) queda un relato cojo entre lo que se le promete a la población y lo que el sistema es capaz de entregarle».
Por su parte Francisco Gallego, académico del Departamento de Economía de la Pontificia Universidad Católica de Chile, scientific director and affiliated professor, Latin American Office, Abdul Latif Jameel Poverty Action Lab (J-PAL), que el problema de la desigualdad de Chile es una mezcla de choques económicos, de precios de commodities, oportunidades del mercado laboral y de las creencias y percepciones de las personas, y también de los fenómenos globales.
Planteó que, como tendencia de largo plazo, la desigualdad en el país no ha sido muy distinta, aunque ha tenido fluctuaciones como las mencionadas por Lustig. Y que en términos de crecimiento económico siempre ha estado muy lejos de las economías desarrolladas (el PIB per cápita ahora ronda el 50% del de EE. UU): «La desigualdad permanente y esta economía que ha sido capaz de crecer por momentos, pero nunca al punto de situarnos en la frontera tecnológica, van juntas».
Moderaron las exposiciones Diego Pardow, profesor del Departamento de Derecho Económico de la Universidad de Chile; y Guillermo Larraín, profesor asociado de la FEN de la Universidad de Chile, ambos codirectores del programa