ANDRÉS VELASCO

Los helados, el pollo y la Constitución. Cómo y por qué crear instituciones monetarias y fiscales que funcionen

Los helados

A Jorge le gustan los helados. Le gustan tanto, que los compra en el supermercado, los mete en el refrigerador, y se levanta pasada la medianoche a comerlos. Pero de tanto comer helados, Jorge sube de peso y su médico le recomienda que se ponga a dieta. Jorge se propone comer helados solo una vez a la semana, pero no puede evitar ir hasta el refrigerador de madrugada y servirse una porción. Así, sigue subiendo de peso y el régimen no le sirve para nada.

Jorge decide tomar medidas más drásticas y recurre a Susana, su mujer. A Susana no le gustan los helados y por lo tanto es una guardiana ideal del refrigerador. Jorge compra un candado y una cadenita, cierra con ellos el congelador, y le pasa la llave a Susana con una petición tajante: que de ningún modo le permita comer helados más de una vez por semana, el domingo.

La fórmula funciona de maravillas. Tan bien, que Susana nunca tiene que negarle la llave a Jorge. A él le resultaría vergonzante que su mujer constatara que no tiene fuerza de voluntad. Para evitarlo, hace un esfuerzo endemoniado y ni siquiera le pide la llave. En un mes Jorge logra bajar los cinco kilos que su médico le había recomendado.

Jorge no es un enfermo, ni un adicto, ni sufre de ningún trastorno de personalidad. Al revés: es sumamente racional. Siempre supo que su médico tenía razón y que para mantenerse sano debía bajar de peso. Por eso, antes de dar con la fórmula del candado, cada lunes se proponía abstenerse de comer helados esa semana. Pero por ahí por el martes o miércoles a medianoche cedía: la abstinencia que tan racionalmente había jurado respetar el lunes a las 8 de la mañana le parecía, en medio de la noche o cerca del amanecer, un yugo inaceptable. Abría entonces el congelador y se zampaba una bola de vainilla y una de chocolate.

En economía el dilema de Jorge tiene nombre: se llama el problema de la inconsistencia dinámica. El lunes nos proponemos hacer algo el miércoles, pero llegado ese día somos incapaces de hacerlo. Por supuesto que miércoles juramos que el viernes sí emprenderemos la acción designada, pero al llegar el viernes una vez más somos incapaces de cumplir. Y así sucesivamente. El mero paso del tiempo hace que un curso de acción que ayer parecía factible y deseable hoy o mañana resulte inviable. Nuestros planes resultan inconsistentes, de un modo dinámico.

La política monetaria también adolece de un problema de inconsistencia dinámica. El primero en resaltarlo fue el gran economista argentino Guillermo Calvo.1[i] Imaginemos un país que sufre de alta inflación. El banco central anuncia que subirá la tasa de interés y la mantendrá alta por el tiempo que sea necesario para lograr que la inflación se estabilice en no más de 2 por ciento al año. Si el banco central inicialmente cumple su palabra, entonces los bancos extenderán menos préstamos (el crédito ahora es más caro), los consumidores invertirán menos, los empresarios invertirán menos también y la demanda por bienes y servicios decaerá. Poco a poco la economía se irá enfriando y la inflación bajará.

Si los ciudadanos del país le creen al banco central que mantendrá la tasa de interés alta “mientras sea necesario” para que la inflación se estabilice, entonces empezarán a comportarse de modo acorde. Los operadores financieros se sentirán más confiados y la moneda del país dejará de perder valor frente al dólar. Los sindicatos anticiparán una inflación más baja y por lo tanto restringirán sus demandas salariales, ya que ahora no temen que el alza persistente de los precios les reste poder adquisitivo.

Supongamos que en el país en cuestión el Banco Central no es autónomo, sino que depende del ministro de Hacienda e, indirectamente, del Presidente de la República. El presidente en ejercicio –llamémosle Rodríguez— no es una mala persona. Al revés, le importa mucho el bienestar de los trabajadores y desea que impere una tasa de cesantía lo más baja posible.

El Presidente Rodríguez apoyó con todo al Banco Central cuándo éste emprendió su plan antiinflacionario. Pero ahora que la inflación ha bajado, las expectativas inflacionarias son mínimas y la moneda está estable, Rodríguez empieza a preguntarse si no será deseable bajar bruscamente la tasa de interés. Eso estimularía el consumo y la inversión. Además, la moneda se depreciaría, estimulando las exportaciones. El desempleo caería, con lo cual los trabajadores gozarían de buenos sueldos y abundantes puestos de trabajo.

Tentador ¿no? Total, razona Rodríguez, la inflación está tan bajita que vale la pena correr el riesgo de que más adelante pueda subir un poco. Una medianoche, al cabo de un paseo ansioso por los patios del palacio de gobierno, el Presidente llama a su ministro de Hacienda y le pide que instruya al banco central que baje la tasa de interés.

Si el Presidente hiciera esto solo una vez los resultados no serían malos. Al revés: el desempleo bajaría y la inflación probablemente tardaría en subir. Por algunos meses (o acaso un año o dos) el país atravesaría por un auge que haría de Rodríguez un presidente muy popular.

Pero el Presidente Rodríguez no hará esto solo una vez, por la misma razón que nuestro amigo Jorge no correrá a servirse helados una sola noche. Habiendo probado el manjar, la tentación será grande de repetirse el plato. Y así como Jorge sufrió los costos del sobrepeso, lo mismo le ocurrirá a Rodríguez. Si los líderes sindicales, los inversionistas y los operadores del mercado financiero llegan a prever que cada vez que la inflación baje el Presidente obligará al banco central a reducir la tasa prematuramente, entonces no habrá plan antinflacionario que dé resultados. Cualquier anuncio al respecto del Banco Central carecerá de credibilidad. El país deberá acostumbrarse a vivir con mayor inflación y el mismo desempleo que antes.

Tales costos vienen de un fenómeno que ya conocemos: la inconsistencia dinámica. El problema le puede ocurrir a cualquiera –incluso a un presidente, como Rodríguez, dotado de las mejores intenciones–. Precisamente porque quiere hacer el bien pero carece de autodisciplina, Rodríguez, sin proponérselo, termina haciendo el mal.

¿Qué hacer? Una posibilidad es recurrir a alguien como Susana, de temple férreo e inmune a las tentaciones inflacionarias. Eso, en el mundo moderno, se llama un banco central independiente.

Lo de independiente viene del hecho de que el Presidente o el ministro de Hacienda no pueden simplemente llamar al mandamás del banco y darle instrucciones. La independencia de la autoridad monetaria queda consignada en la Constitución y solo puede modificarse por una altísima mayoría (más del 50%, por cierto).

Para evitar que los mismos responsables de la conducción del Banco Central se tienten, o sean víctimas de presiones políticas, el poder de fijar la tasa de interés se ejerce colegiadamente, en un consejo de 5 o más personas. Y cada consejero tiene garantizado el puesto por un período extendido (8 o 10 años son la norma), de modo que el Presidente o el ministro de Hacienda no puedan tratar de removerlo si hace caso omiso a sus peticiones.

La autonomía del Banco Central como respuesta al problema de la inconsistencia dinámica es

efectiva. A partir de los años 80 muchos bancos centrales del mundo fueron adquiriendo independencia. La inflación ha caído, y mucho.[ii] Al mismo tiempo, no hay evidencia que ello haya causado un desempleo promedio mayor.

El pollo

Ahora supongamos que Susana sale a cenar con su amiga Julia. Como llevan meses encerradas producto de la pandemia, añorando una buena comida deciden ir a un restaurante elegante. Y para no discutir al final quién paga la cuenta, acuerdan que dividirán el costo total por mitades, de modo que una no tenga que pagar más que la otra.

Los platos estrella de ese restaurante son el pollo y la langosta. Ambos resultan sabrosos, pero la langosta cuesta el doble que el pollo. Mientras examinan el menú, tanto Susana como Julia piensan para sus adentros que la langosta es demasiado cara, y que si hubiesen venido solas al restaurante jamás la habrían pedido.

Supongamos que un plato de langosta vale 20 mil pesos y uno de pollo, 10 mil pesos. Para decidir su pedido, Julia razona así: si en vez de pedir pollo opta por la langosta, la cuenta total sube en 10 mil pesos, pero como las dos amigas han acordado dividirla por mitades, el costo adicional para ella es de solo 5 mil pesos. A Julia le gusta la langosta, y si bien no estaría dispuesta a pagar 10 mil pesos más para degustarla, sí está dispuesta a pagar 5 mil más. A Susana le pasa lo mismo: dado que solo implica desembolsar 5 mil adicionales, opta por la langosta.

El resultado es que al cenar juntas las dos piden langosta, a pesar de que cada una por su cuenta habría optado por el pollo. Y ambas terminan pagando 10 mil pesos más de lo que preferían. El resultado es tremendamente ineficiente. Y ello ocurre a pesar de que Susana y Julia son buenas amigas y ninguna de las dos intenta abusar de la otra. La ineficiencia viene del mero hecho que deciden independientemente la una de la otra, pero comparten la cuenta porque así lo han acordado.

¿Por qué habría de importarnos la suerte de dos personas que comen en un restaurante caro? Porque arroja luces sobre la formulación (y las potenciales patologías) de la política fiscal.

Imaginemos, a diferencia de lo que ocurre hoy en Chile, que la iniciativa de gasto público la tienen los parlamentarios. Y supongamos que nuestras conocidas Susana y Julia son senadoras que representan a las regiones de Coquimbo y Bío-Bío, respectivamente. Cada una puede proponer la construcción, en su región, de un estadio deportivo que vale dos millones de dólares o un consultorio de salud, que vale un millón de dólares. Ambos proyectos, de construirse, serán incluidos en el presupuesto nacional, cuyos ingresos vienen de los impuestos pagados en todo Chile –incluyendo, por supuesto, a Coquimbo y Bío-Bío.

¿Cuál de los dos proyectos impulsarán las senadoras? Ambas son buenas puntillosas defensoras de sus regiones y quieren lo mejor para sus habitantes. También son buenas ciudadanas, conscientes de la importancia del buen uso de los recursos fiscales –entre otras razones, porque saben que los ciudadanos de sus propias regiones, a través de los impuestos, pagan parte de la cuenta.

Si los proyectos tuvieran que efectuarse con el presupuesto regional, las senadoras preferirían construir el consultorio, que tienen un impacto social inmediato e innegable, y un costo menor. Pero si de financiar las obras a través de los recursos del gobierno nacional se trata, Susana y Julia razonarán tal como lo hicieron en el restaurante. El estadio cuesta un millón de dólares más. Pero de construirse, por ejemplo, en Coquimbo, los habitantes de esa región solo pagarán 1/16 de ese costo adicional (recordemos que en Chile hay 16 regiones). Por lo tanto, construir el estadio se vuelve una proposición atractiva. Lo mismo ocurre desde el punto de vista de Julia, senadora de la región del Bío-Bío.

El resultado final es que ambas senadoras pondrán el estadio en el presupuesto nacional, a pesar de que para sus adentros saben que el precio de esa obra, relativo a los beneficios que brinda, es excesivo. El país terminará en una situación altamente ineficiente, con demasiados estadios, muy pocos consultorios, y un presupuesto mal diseñado.

Y ahí no termina la historia. Este “juego presupuestario” arroja resultados potencialmente aún peores que el “juego del pollo y la langosta”, por al menos dos razones. La primera es que en el restaurante cada comensal pagaba la mitad del gasto adicional que implica emprender el proyecto caro. En este caso cada región paga una fracción igual a 1/16 de ese gasto adicional. O, si pensamos que en el Senado de la República hay 43 senadores, y cada uno participa en este juego, entonces cada uno de ellos razonará que a sus representados les corresponde pagar solo 1/43 del gasto adicional. La conclusión es clara: mientras más personas participan en una interacción estratégica de este tipo, más espacio hay para que subestimen el costo real de un proyecto, y por lo tanto más probable es que el resultado sea altamente indeseable.

La segunda complicación es que los gobiernos, a diferencia de los comensales en un restaurante, se pueden endeudar. Cuando los gobiernos emiten deuda hoy, los que pagan son los futuros contribuyentes. Por lo tanto, cuando el representante de una región decide cuánto quiere gastar a través del presupuesto nacional, indirectamente está compartiendo los gastos no solo con los actuales habitantes de otras localidades, pero también con los futuros ciudadanos. Esto hace aún más atractivo optar por el proyecto caro, aunque no sea el más conveniente ni desde el punto de vista social ni desde la óptica financiera.

En el dominio de la teoría de juegos, esta situación también tiene un nombre: se le llama “la tragedia de los bienes comunes”. La etiqueta viene de un famoso trabajo del ecólogo Garrett Hardin, quien observó que cuando múltiples dueños comparten un pastizal para alimentar a sus animales, es común que sobreexploten el pastizal y causen daño medio ambiental.[iii] El presupuesto nacional es como un pastizal compartido: si distintas personas o grupos deciden de modo fragmentado cuanto gastar a cuenta de ese presupuesto, el resultado también es un tipo de daño –en este caso daño fiscal, no medio ambiental.[iv]

¿Cómo resolver el problema? Una alternativa es pasar de un método de decisión fragmentado (como el que prima en el ejemplo de más arriba) a uno en que haya una persona o entidad que esté en una posición tal que pueda “internalizar” los verdaderos costos y beneficios, actuales y futuros, del gasto público. En la institucionalidad chilena esa entidad es el Poder Ejecutivo, que delega la responsabilidad en una persona, el ministro de Hacienda.

El mecanismo relevante para resolver el problema se llama, en nuestro ordenamiento jurídico, la iniciativa exclusiva de gasto del Presidente de la República. En la práctica implica que únicamente el Poder Ejecutivo puede iniciar proyectos de ley que impliquen gasto fiscal. Los parlamentarios también lo pueden hacer, pero solo si antes obtienen el patrocinio del Ejecutivo.

Hay muchísima evidencia internacional que sugiere que los países que evitan la fragmentación en la toma de decisiones fiscales suelen tener déficits menores y menos deuda pública. Y no es

casualidad que Chile, el país de América Latina tiene las instituciones fiscales menos fragmentadas, también tiene por un amplio margen el mejor desempeño fiscal y macroeconómico en décadas recientes.[v]

La Constitución

La autonomía del Banco Central y la iniciativa exclusiva de gasto del Presidente de la República no son ni rémoras de un pasado irrelevante ni caprichos de unos tecnócratas iluminados. Son soluciones prácticas y efectivas a problemas institucionales ampliamente estudiados. La evidencia empírica, tomadas de experiencias en América del Norte, Latinoamérica, Europa Occidental y Oriental, el Sudeste Asiático y Oceanía, sugiere que evitar la inconsistencia dinámica en la política monetaria y la tragedia de los bienes comunes en la política fiscal confiere beneficios económicos tangibles: el resultado son países con menor inflación, deuda pública menos abultada, mayor estabilidad, y una composición más acertada del gasto público.

Este no es un asunto ideológico, en el sentido de que incida en la naturaleza de la estrategia de desarrollo o el tamaño del estado. Por ejemplo, países con un gasto público alto y un estado de bienestar sofisticado, como Suecia y Noruega, tienen bancos centrales independientes y mecanismos centralizados para la toma de decisiones fiscales. La iniciativa exclusiva del Ejecutivo en materia fiscal no implica necesariamente gastar menos. Implica gastar mejor, y financiar debidamente (sin demasiada deuda pública) lo que se gasta.

Algunos dirán que la estabilidad macroeconómica no garantiza que tengamos una sociedad más justa, igualitaria y cohesionada. Eso es cierto. La estabilidad no es una condición suficiente para alcanzar esos fines tan importantes; pero sí es una condición necesaria. Los países con alta inflación y crisis recurrentes de la deuda pública se vuelven menos justos, igualitarios y cohesionados. Para verificar esta afirmación basta con mirar al otro lado de Los Andes, y a tantas otras experiencias desafortunadas en América Latina.

Por todas las razones anteriores, es supremamente importante que la autonomía del Banco Central y la iniciativa exclusiva de gasto del Poder Ejecutivo queden claramente consignadas en la Nueva Constitución. Resulta clave también que esas instituciones monetarias y fiscales gocen de amplia legitimidad política y social. Y qué mejor procedimiento para consolidar esa legitimidad que la discusión amplia y democrática de un nuevo documento constitucional para Chile.

La oportunidad está. Aprovechémosla.

 


[i] 1 Guillermo A. Calvo, “On the Time Consistency of Optimal Policy in a Monetary Economy”. Econometrica, Vol. 46, No. 6 (Nov., 1978), pp. 1411-1428

[ii] Ana Carolina Garriga y César Rodríguez, “More Effective than We Thought: Central Bank Independence and Inflation in Developing Countries” (May 10, 2019). Economic Modelling, 2019. Disponible en SSRN: https://ssrn.com/abstract=3389244

 

[iii] 3 Garrett Hardin, “The Tragedy of the Commons”, Science. Vol 161, (1968): 1243–1248

 

[iv] Andrés Velasco, “Debts and Deficits under Fragmented Fiscal Policymaking, ” Journal of Public Economics, Vol. 76, Issue 1, April 2000.

 

[v] Alberto Alesina, Ricardo Hausmann, Rudolf Hommes, and Ernesto Stein. 1999. “Budget Institutions and Fiscal Performance in Latin America.” Journal of Development Economics 59: 233-53. Ver también James Poterba y Jurgen von Hagen, Fiscal Institutions and Fiscal Performance. Chicago: University of Chicago Press, 1999. Y Mark Hallerberg y Sami Ylaoutinen, “Political Power, Fiscal Institutions and Budgetary Outcomes in Central and Eastern Europe”. Journal of Public Policy, Vol. 30, No. 1, 2010.

(LexenConstitución2020, 21 de Septiembre de 2020)