CLAUDIA SARMIENTO

La paridad en el proceso constituyente

La demanda de paridad en el proceso constituyente convoca ha estado en el epicentro de las diferencias en el bloque oficialista al punto de “congelar” la relación dentro del bloque. Mucho se ha indicado al respecto y bien vale analizar algunos supuestos del debate.

Quienes somos feministas tenemos claridad acerca del vínculo entre constitución y género, pero esto no es evidente para todos. ¿Cómo o por qué se relaciona?

Para responder partiré de dos supuestos. El primero, es que el debate acerca de una nueva constitución es uno sobre la necesidad de un nuevo pacto social, no uno sobre la técnica normativa más idónea para la sociedad chilena. El segundo, es que efectivamente el género o la diferencia sexual son elementos relevantes, necesarios e insoslayables para el debate constitucional, con o sin mecanismos de paridad. Esta afirmación, correctamente comprendida, tiene un efecto profundamente subversivo del status quo.

Revisemos entonces qué significan las variables género y constitución.

Una definición más bien ortodoxa, clara y simple de género, pero no por eso menos incómoda para muchos, es la que ofrece Joan Scott. El género es la adscripción de características jerarquizadas a cuerpos sexuados. La cultura impone un libreto vital a las personas a partir de su sexo, es decir, de su sustrato biológico, y los papeles que distribuye nos ubican en una posición de sumisión o dominación ya sea que usted sea mujer – o se convierta en ella para ser fieles a Simone de Beauvoir- u hombre.

Una constitución es la representación normativa de la estructura del poder político, cómo este se distribuye, se valida en su preservación o traspaso, qué relación existe con las personas a partir de la noción de derechos y deberes y de qué forma se asegura la supremacía su en el sistema. En general, éstas contienen la organización del Estado a partir de una definición de formas de gobierno, su representación en los territorios, la división de poderes, las formas de participación o reproducción del poder por parte de la comunidad política, catálogos de derechos y deberes para las personas y normas sobre su enmienda o reemplazo.

Si la primera variable, el género, busca representar que vivimos en un sistema que no es natural en relación a cómo el sexo y el género marcan el destino de quienes estarán sometidos y quienes serán los dominadores, y segunda la forma en la que se ordena el poder y los derechos que tendré a partir de este sistema, es inequívoco concluir que ambos conceptos están íntimamente relacionados. La pregunta es cómo.

La crítica al rol que juega la constitución o el entramado normativo en su conjunto en la subordinación de las mujeres y de las disidencias sexuales no es nueva. Quizás la obra más clara sobre esta materia es el contrato sexual de Carol Pateman. En éste, hace un cruce entre la idea de la constitución como contrato social cuya legitimidad deviene de la adhesión de la comunidad política a éste y, por tanto, a la obligación de soportar su superioridad jurídica y su capacidad de ordenar las instituciones políticas, económicas y sociales a su contenido material. Cuestiona como históricamente las mujeres han estado ancladas en el espacio de lo privado sin poder participar en las mismas condiciones que los hombres en la comunidad política. Pateman ilustra su punto a través, precisamente, de otros contratos que han garantizado la sumisión de las mujeres. Concretamente, el contrato de matrimonio. Conforme con éste, el marido se comporta en el espacio privado, como el gobernante en el espacio público; es decir, como un superior. Para quienes creen que exagero, los invito a revisar el artículo 1.749 del Código Civil, el cual indica que el marido es el jefe de la sociedad conyugal y, como tal administra los bienes sociales y los de su mujer.

Y ahí donde no ha habido contrato, ha habido fuerza: las mujeres sufren índices de violencia doméstica de parte de sus parejas en forma brutal, ganamos en promedio un 30% que los hombres por el mismo trabajo, no accedemos a los puestos de poder ni a los de representación política y sufrimos violencia y acoso en las calles y el trabajo en una proporción significativamente más alta que los hombres. Quienes estén escépticos ante esta afirmación, pueden revisar las estadísticas del delito de violación, quiénes son sus víctimas y cuál es porcentaje de condena por estos hechos.

Si usted fuera a debatir nuevamente el contrato social de una comunidad política, ¿quisiera hacerlo construyéndolo sobre la opresión de la mitad de la población? Me atrevo a pensar que, al menos la mitad de la población que no está siendo actualmente beneficiada querrá, al menos, cerciorarse de que sus condiciones mejoren. Si bien las mujeres somos diversas, todas compartimos la vivencia de ser la mitad discriminada del binomio. Y, bien vale la prevención, este binomio también afecta a quienes no se amoldan al paradigma heterosexual.

El problema estriba en que las mujeres no llegamos a los cargos de representación y los mecanismos que buscan corregir esta realidad derriban el supuesto importante del sistema de que todas las personas somos igualmente libres de participar y contamos con las mismas oportunidades. El sujeto político representado en las normas y en los supuestos fundantes del sistema político tiene la pretensión de ser universal y neutro. Ambos conceptos son una mera ilusión, pues es evidente que tras años de discriminación estructural las mujeres no estamos en las mismas condiciones de competencia. Duele decirlo, cuesta reconocerlo y es indignante hacerlo. Una destacada y querida colega me contaba del amargo sabor que le queda cada vez que debe defender el derecho de la mitad de la población a estar representado en el sistema político.

La paridad busca corregir este problema. Esa es su importancia y su relación con la legitimidad de una nueva constitución. Juzgue usted, entonces, a quiénes y por qué incomoda.

(Entrepiso, 12 de Enero de 2020)